Tengo consciencia de que es prácticamente ilógico pretender que lo que piense o sienta se vaya a reflejar de buenas a primeras, en lo que hago o soy. Se que en el fondo está. Ese niño que ayudé a criar -sin hacer de menos a los padres, todos nos ayudamos en mayor o menor grado a criar- existe aún. A veces me llama por las noches y no me deja dormir. Me traslada frente a un computador -cuando tenía once era una máquina de escribir de teclas duras- y me desvela pensando en ideas magníficas que me obliga a traducir. Es duro ser adulto. Pero más duro es dejar de ser niño. A veces preferiría volverme un robot con esquizofrenia atorado entre un horario de oficina (9 a 4) y cumplir objetivos y emborrachar recuerdos, hasta que sin salvación dichos recuerdos sean perpetuos, en una pequeña taberna suburbana que apesta a algo desconocido. Más veces son las que no, pero me consuelo. ¿Con quién se habla cuando se escribe un libro? ¿Con uno mismo acaso? ¿Con quién hablo? Me redefino cada noche y cada mañana me acribillo con anhelos interestelares… y me vuelvo a escribir. Me describo en una servilleta nueva con cada desayuno y en los almuerzos sufro de hipoglicemia o hipoglucemia por el exceso de carbohidratos que me congelan la insulina, me debato entre carnes de cerdo y medicinas homeopáticas y me duermo. Cuando vuelvo a despertar me debato entre una historia que no escribo y una vida que trato de vivir lo más conscientemente que puedo. Cuando me convierto en el ser hipocondríaco que todos llevamos dentro, me enfermo, mi estómago se vuelve como un cementerio en el día de difuntos, como un invernadero plagado de personajes de hielo, que no saben cuando se acabó el verano. Entre pócimas bioenergéticas y pastillas saturadas de compuestos químicos me sofoco en la soledad de tu compañía, que no es mía, que se diluye lento, en mi estómago convaleciente, que me hace convalecer a mi también, que me consume como si yo fuera la medicina, sin yo quererlo, sin yo esperarlo y lógicamente sin desearlo, ni con todas mis fuerzas. Salgo a la calle vecina, ajena, y empecé a darle la bendición a los extraños y sentí que me volvía más bueno, cuando eran ellos los verdaderamente necesitados. Un solo escándalo invadía nuestras vidas, un ensordecedor alarido de desgarro, camiones gigantes queriéndose comer a la gente y pequeños autos queriendo devorarse el planeta o una gasolina más ecológica, una de dos. ¿A qué edad debe uno dejar de jugar?
Published on 24 abril, 2010
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