No tengo excusas para seguir viviendo este populismo, estas palabras tan repletas de sentido, pancartas siempre llenas de mensajes que no dan de comer. El entendimiento del vecino es incomprensible para cualquier otra persona. Pertenecemos a una ciudad que se hace llamar metropolitana pero habita faldas de montañas. Me grito a mí mismo para sobresalir en el baño y no pasar como un desconocido de esta soledad, estómago de hambrunas insípidas que respiran porque viven. Sólo cuando nos alejamos del lugar donde sabemos las direcciones, comprendemos que es bueno alejarse. Organizo meetings a los que nadie llega, porque nadie necesita despertarse de nada. Ciudad plagada de huérfanos encefálicos, de sicarios adolescentes que en motos chinas repueblan de cubanos la zona roja que explota de amor venéreo y amariguanado. Entre asilos que no rejuvenecen a nadie, con drogas de prescripción que nadie escogió consumir y consumir con este ritmo así, abrumador. Casas desmejoradas por la humedad que provoca estar vivo. Eludir facturas hasta perder las costumbres. Rendirle tributo al viento para nunca someternos al peso de no poder estar orgullosos de nosotros o de algo al menos. Especialmente resistir todo y ante todo. Procurar no vivir a medio gas ni ser fanático de lo banal. Encontrar salidas a la genética implacable aunque no nos quiera reconocer en la calle. Surgir aunque cueste y persistir ante cualquier incomodidad. Buscar los colores menos serios, desafiar retrógradas sin rebajarse a su blanco y negro. Ser obscuros cuando exista color suficiente y permitir que las lágrimas nos refresquen ocasionalmente para no olvidar qué somos. Los aeropuertos son lugares en los que el tiempo no precisamente vuela, cientos de caras conocidas que no tienen ni un carajo en común, prisas que no son ciertas, urgencias lentas que no te llevarán a ningún país. Pedir micrófono, respirar hondamente y mandarte un poquito [sólo un poquito] a la verga.
Nota: escrito sobrio

