Los asesinos no tan intelectuales de Jaime Roldós. Jamás me sentí incompleto. Contradecir a Rafael Correa sin tener la razón. Maldecir que seamos hechos de retazos de pasado, de cuentos vueltos a contar, de magia. Hacerle la mezcla al color naranja de Oswaldo Guayasamín. No supe ver en mí. Excusarse de saludar a Lucio Gutiérrez por motivos de fuerza mayor. Ser corrupto hasta para lavarse los dientes. Contarle un pésimo chiste sobre él mismo, a Gabriel García Moreno. Bendecir a quien no lo desee. Desaparecer a Febres Cordero sin dejar rastro alguno. Ver a Atahualpa morir de hipo. Suprimir momentos que se olvidan según suceden. Ser presidente por un día, morir en el pleno, sacudir porque sí los cimientos de la democracia. Salir de fiesta con la plata de Julio Jaramillo y con él. Sentir que el viento es parte de uno, que la brisa te abraza la cara, como madre. Pasar el chuchaqui viendo películas con Juan José Flores. Evitar respirar para no despertar a Rumiñahui. La gente piensa que estamos locos, pero nos tachan de ser locos de los buenos, y eso, no puede ser demasiado malo. Quemar con Abdalá Bucaram el único retrato con el fondo blanco que hay en el salón amarillo, el suyo. Saludar de lejos a un don nadie [aunque no te conozca]. Ser protagonista de una película de Sebastián Cordero por enésima vez no consecutiva. Creer teorías sin importar su origen, su crianza. Responderle a gritos a la dictadura militar. Los caminos estaban trazados aleatoriamente y eso conspiró. Tomar café con Velasco Ibarra y Eloy Alfaro. Ignorar a Rosalía Arteaga. Salir de pequeño y regresar a tu entierro. Desconocer en la cara de Jefferson Pérez, sus medallas olímpicas. Escupir. Seguir un tratamiento para la tos con Rodrigo Borja y Osvaldo Hurtado. Santificar al diablo de Tandapi. Arreglar el puente roto. Dormir con los fantasmas de Carondelet. No despertar nunca más.
Published on 20 mayo, 2013
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