
Viven ensimismadas, tan aburguesadas que su piel se aburre. Se repiten entre ellos, lo que quieren escuchar, aquello que les convence de lo que son y de lo que el resto, no es. Se aprueban entre ellas, entre ellas se vacunan, entre ellas se reúnen y entre ellas se complacen. Se rodean exclusivamente de su propia legitimidad, una legitimidad de honorables comités de muy honorables hombres blancos, con experiencia de canas blancas, con su propia aprobación, con el discurso sobre tejido social raído, intacto como lo dejaron sus ancestros, tal cual lo aprenderán sus propios hijos, legítimos como ellos solos. Jamás se ensuciarían las manos en una protesta para exigir derechos, porque ellos son los derechos, ellos son la única clase de gente que ellos aceptan, al resto lo clasifican en cifras que les estorban, porque no las entienden, porque no saben qué hacer con ellas, con los portones gigantes cerrados de sus clubes llenos de servidumbre explotada, no ven nada. Y no ver nada, les da placer.
